miércoles, 7 de septiembre de 2011

El Río Viviente

Orquídea Fong

No recuerdo analogía más hermosa, y que me haya dejado una impresión tan cálida y duradera como la que hace Asimov en el primer capítulo de El Río Viviente, la Fascinante Historia del Torrente Sanguíneo, analogía con la que explica la función de la sangre.

Este líquido,  encargado de llevar nutrientes a cada una de las células de nuestros complejos organismos de mamíferos, no es otra cosa, dice Asimov, que un poco de mar atrapado dentro de nosotros.
El Río Viviente es uno de mis libros más queridos, a pesar de que su lectura me resulta difícil, por su nivel científico. No obstante los escollos que representa—para mí, al menos—la lectura sobre citología, bioquímica, fisiología  y otras materias, afirmo que el buen Asimov triunfa totalmente en volver apasionante la historia de la sangre.

La sangre tiene historia, es decir, que no siempre fue lo que es. Cuando éramos seres unicelulares no necesitábamos sangre, ya que flotábamos en una nutritiva y cómoda masa de agua salada que nos brindaba todo lo necesario. Era como solo estirar la mano a la alacena llena de cervezas, sin tener que trabajar. Este idílico estado no podía durar eternamente.

Con el paso de cientos, miles y millones de años (que para la naturaleza no son nada), los organismos fueron haciéndose cada vez más complejos. Donde antes había una célula, ahora había varios miles y después, varios millones, cumpliendo funciones cada vez más especializadas, colaborando entre sí, y quedando cada vez más lejos del nutritivo mar.

Las primeras agrupaciones celulares resolvieron el problema abriendo canales o surcos entre ellas mismas, para que el mar en que flotaban entrara y saliera sin problemas, llevando nutrientes y arrastrando desechos. También desarrollaron el recurso de formar una especie de cúpula bajo la cual el mar pudiera entrar y salir.  Pero hubo un límite a esta solución debido, por un lado, a que el impulso del mar para llegar a sitios recónditos no era suficiente y por otro, a que llegó un momento  en que miles de  organismos evolucionaron para ser animales y mientras que unos continuaron en el mar, otros se fueron a tierra firme.

Quienes continuaron en el mar, como organismos complejos, no la tenían tan sencilla para llevar alimento a cada célula, pero definitivamente, su vida era más fácil que la de los que se fueron a tierra.
Entonces, la naturaleza, la evolución o la inteligencia cósmica, quien sea (es un debate aparte), determinó una solución pasmosa. Si el animal no puede estar en el mar, entonces… ¡el mar puede estar dentro del animal! Y si fuera del cuerpo es un océano, por dentro de él se vuelve un río. Un río viviente: eso es la sangre.

“Cualquier criatura unicelular en el mar, tan pequeña que se necesita un microscopio para verla, dispone de billones de veces más sangre que nosotros”. Con esta provocativa frase abre Asimov el primer capítulo: “Una pizca de océano”.

Exhaustivo, detallado, preciso y siempre humorístico, como sabe cualquiera que sea su seguidor, Asimov toca todas las facetas relacionadas con la constitución y naturaleza de la sangre, incluidos algunos de sus padecimientos más frecuentes. Como todo en el cuerpo humano se relaciona entre sí, al estudiar sobre la sangre, el autor nos hace aprender sobre el funcionamiento del hígado, el corazón, los riñones, las interacciones entre oxígeno, nitrógeno y bióxido de carbono, la forma en que se absorben los alimentos en el intestino, el sistema inmunitario y un largo, largo etcétera.

Apasionante, el libro, editado originalmente en 1960, en Estados Unidos, contiene capítulos de título tan atractivo como cualquier novela del buen doctor: “Incidentes en la ruta del oxígeno”, “La sal de la tierra”, “La vitamina roja”, “Manteniendo a raya el peligro exterior”, los cuales muestran el porqué Asimov fue y será por mucho tiempo el maestro indiscutible de la divulgación científica.

No faltan, como es común en él, pequeñas alusiones a su persona y a sus inclinaciones. Al hablar de la grasa que el cuerpo humano acumula, por ejemplo, señala que las mujeres suelen conservar más grasa que los hombres, lo cual, dice, no les agrada a ellas, pero debería, ya que les brinda esos contornos suavemente redondeados  que son, “si se me permite decirlo, deliciosos”.

Invito al lector  a conseguir un ejemplar de este libro y adentrarse en los sutiles mecanismos de la sangre. Desgraciadamente, que yo tenga conocimiento, no ha sido editado recientemente, pero pueden comprarse por internet ediciones viejas. La mía es de 1976, editada por Limusa.

Para cerrar este comentario, transcribo el párrafo final del libro, en el cual Asimov resume con claridad qué es la sangre:
“Es el infatigable sistema de tránsito del organismo, con dispositivos especiales para llevar oxígeno de los pulmones a las células  y el bióxido de carbono de las células a los pulmones; para conducir desperdicios nitrogenados a los riñones y los productos de la digestión al hígado; para transportar azúcares, lípidos y proteínas a todas las células; para llevar iones, hormonas y vitaminas adonde sean necesarios; para distribuir el calor según los requisitos; para traer a las reservas de defensa a los lugares de invasión por peligros externos. Y para coronar todo eso, es un líquido que sella automáticamente y tapa los escapes posibles…No hay nada en el mundo como él”.

Y todo eso, mientras estamos vivos, ¡corre por nuestro interior!

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