miércoles, 17 de junio de 2015

Del placer y la realidad



Orquídea Fong 


Ibas caminando, vestido con  pantalón de mezclilla y  camiseta blanca, con el aspecto que tenías a los 28 años. Llevabas en la mano un vaso lleno de líquido rojo oscuro y bebías despacio, claramente consciente de que yo observaba tus labios. Después, me mirabas y me tendías el vaso, del cual yo bebía también. Pero, tal como soy, en lugar de saborear el líquido, empezaba a pensar, a analizar. Recuerdo que me preguntaba sobre el tono de rojo y por los ingredientes de la bebida... en fin, la mente, como siempre, anulando el gozo de los sentidos. En cuanto fui consciente de que estaba perdiéndome algo, tú ya te habías ido, dejándome con mucho por decir.

Fue un sueño. En realidad nunca me has ofrecido de beber de esa forma ni has acercado a mi boca un vaso. Ya sé que un sicoanalista sacaría muchas y muy obvias conclusiones. Qué me importa. Eso no fue lo que me preocupó.

Me entristeció el darme cuenta de cómo mi mente arruina mi placer. Me ha pasado infinidad de veces que andando por la calle, en una tarde perfecta, de cielo azul, nubes blanquísimas y luz dorada y transparente, mi  pensamiento empieza a fraguar definiciones y conceptos, evitando así la que debería ser total entrega a la perfección del momento.

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Te acercabas a mí, por la ancha calle, con tu paso seguro y elástico. Mirabas a los lados, como buscándome, aunque sabías perfectamente que me encontraba  frente a ti.  Llegaste ante mí, y como siempre, hiciste uso perfecto y calculado de tu voz y tu sonrisa. Como siempre, acusé el efecto en mi interior, pero no te lo di a notar. El orgullo: otra trampa de la mente que deslava los colores de los regalos que la vida nos entrega.

Yo estaba totalmente cierta de que verme te hacía desbocadamente feliz. Pero te portaste como si nos hubiéramos visto el día anterior. Como si no hubieran pasado seis meses. Y cuando te fuiste, lo hiciste como si al día siguiente nos fuéramos a encontrar. Y yo te seguí el juego, por no ser menos. Toda una tarde perdida. Eso, sin contar el sol, la luz dorada y la paz que nos rodeaba, que también desperdiciamos.

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Ha ocurrido también que escuchando música, mi pensamiento se extravía pensando en la gente, en los problemas pendientes, en recordar datos inútiles al disfrute al que quería entregarme.
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Con precaución, tomaste tu taza y diste un sorbo a tu café. Hiciste un gesto de desagrado. Me miraste fijamente. Viste mis ojos, mi pelo, mi escote. Este día no luces tan mal como otras veces, me dijiste.
A la mente le agrada probar su fuerza en malabarismos verbales. Es un inútil, pero divertido adorno de la realidad. Una forma de extraviarse, también.
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Me sucede con frecuencia que dejo de saborear lo que estoy comiendo y mastico automáticamente, viendo a lo lejos. Cuando vuelvo a ser consciente, ya he terminado la comida.
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Yo estaba sentada en medio del escándalo. Tú pasaste cerca, y saludaste  con una inclinación de cabeza. Sostuviste mi mirada intensa, pero brevemente. Querías bailar conmigo, sentirte junto a mí en el fluir de la música. Pero no me lo pediste, ni yo a ti. La timidez. Otra forma de arruinarlo todo. Una máscara creada por la mente para ahogar los verdaderos deseos.

Y te vi bailar con otras. Me viste bailar con otros. Nuestras miradas se cruzaron, pero solo reflejaron un burlón desdén, como si sólo representáramos, el uno para el otro, una mala broma.

Cuando me miré al espejo, al ir al baño, me encontré insípida y fea. Pero supe mucho después que aquella noche te parecí  hermosa. La mente condiciona la mirada. La mirada crea y recrea la realidad.

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Estabas sentado junto a mí, en la oscuridad del cine. Podía sentir tu hombro cerca del mío, cálido, duro. Tu rodilla rozaba mi rodilla ocasionalmente. Me comentabas cosas al oído, provocándome intencionalmente con tu cercanía. Te atreviste a ser dulce. Dejaste que recargara la cabeza en ti y así pasamos todo el rato.

Pero cuando más tarde quise hablar de eso, te negaste a escuchar. Alzaste la voz, bromeaste, huiste. Y yo no insistí. Negarse a mirar. No querer posar los ojos sobre el paisaje hace que los árboles comiencen a morir.

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Tocaste la puerta de mi casa y al abrir, te vi radiante, feliz de estar ahí. Tus dientes blancos eran un bálsamo,  tu presencia, un manto. Te mostraste encantador, brillante, envolvente. Me diste un regalo, pero no me dejaste que te agradeciera. No seas tonta, me dijiste. Concluí que yo no te importaba. Que te divertías únicamente.

Es la mente la que inventa el lenguaje. Y el lenguaje puesto sobre las cosas las revoluciona, casi siempre equivocadamente.
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Más también es cierto lo contrario: la mente puede ser un bisturí que descoyunte las apariencias y penetre en la esencia de las cosas. Me ha pasado el sentirme inundada de belleza ante la visión de una pared descascarada sobre la que pega el sol del mediodía.
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En la oscuridad del auto me miraste. Brillaban nuestros ojos. La soledad y la noche permitieron quitarnos los velos. Nos sonreímos auténticamente por primera vez. Tendí mi mano hacia la tuya y acaricié tus dedos, el dorso de tu mano. Mi mente empezó a interponerse, evaluando, analizando, pero hice que la materialidad de tu presencia venciera al pensamiento.

Me obligué a aspirar tu aroma, a aprenderme el camino de tus cejas, el tacto de tu pelo,  los tendones de tu cuello, tus lunares. Detuve el pensamiento para que las manos tocaran y los ojos vieran... de verdad. Y te vi. Siempre estuviste ahí, tras la frágil máscara.

Lo que es en realidad.  Casi siempre escapa a la astucia de la mente, usualmente ocupada en  labores banales que anulan el disfrute.

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Me abrazabas por la espalda. Amanecía. Tu boca estaba en mi mejilla. Te besé. Tu mirada era ancha, profunda. Te acercaste aún más a mí. Te quiero, te dije. Me miraste,  tus labios entreabiertos. A mí no me gusta querer a nadie, respondiste.

Las murallas que pone la mente. Una forma de evitar que la realidad inunde los sentidos. La manera de salvarse, de no desaparecer bajo un alud incontenible.

Volví a escrutar tus ojos. Su suavidad te desmentía. Me reí.

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Así, el placer consiste en abrir el cuerpo a lo que el mundo nos regala. En hacer de la mente  un eficaz arpón que se clave en el corazón de las cosas y los seres. En tomar sólo lo propicio.





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