Orquídea Fong
Ibas
caminando, vestido con pantalón de
mezclilla y camiseta blanca, con el aspecto
que tenías a los 28 años. Llevabas en la mano un vaso lleno de líquido rojo
oscuro y bebías despacio, claramente consciente de que yo observaba tus labios.
Después, me mirabas y me tendías el vaso, del cual yo bebía también. Pero, tal
como soy, en lugar de saborear el líquido, empezaba a pensar, a analizar.
Recuerdo que me preguntaba sobre el tono de rojo y por los ingredientes de la bebida...
en fin, la mente, como siempre, anulando el gozo de los sentidos. En cuanto fui
consciente de que estaba perdiéndome algo, tú ya te habías ido, dejándome con mucho
por decir.
Fue un
sueño. En realidad nunca me has ofrecido de beber de esa forma ni has acercado
a mi boca un vaso. Ya sé que un sicoanalista sacaría muchas y muy obvias
conclusiones. Qué me importa. Eso no fue lo que me preocupó.
Me
entristeció el darme cuenta de cómo mi mente arruina mi placer. Me ha pasado
infinidad de veces que andando por la calle, en una tarde perfecta, de cielo
azul, nubes blanquísimas y luz dorada y transparente, mi pensamiento empieza a fraguar definiciones y
conceptos, evitando así la que debería ser total entrega a la perfección del
momento.
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Te acercabas
a mí, por la ancha calle, con tu paso seguro y elástico. Mirabas a los lados, como
buscándome, aunque sabías perfectamente que me encontraba frente a ti.
Llegaste ante mí, y como siempre, hiciste uso perfecto y calculado de tu
voz y tu sonrisa. Como siempre, acusé el efecto en mi interior, pero no te lo
di a notar. El orgullo: otra trampa de la mente que deslava los colores de los
regalos que la vida nos entrega.
Yo estaba
totalmente cierta de que verme te hacía desbocadamente feliz. Pero te portaste
como si nos hubiéramos visto el día anterior. Como si no hubieran pasado seis
meses. Y cuando te fuiste, lo hiciste como si al día siguiente nos fuéramos a
encontrar. Y yo te seguí el juego, por no ser menos. Toda una tarde perdida.
Eso, sin contar el sol, la luz dorada y la paz que nos rodeaba, que también
desperdiciamos.
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Ha ocurrido
también que escuchando música, mi pensamiento se extravía pensando en la gente,
en los problemas pendientes, en recordar datos inútiles al disfrute al que
quería entregarme.
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Con
precaución, tomaste tu taza y diste un sorbo a tu café. Hiciste un gesto de
desagrado. Me miraste fijamente. Viste mis ojos, mi pelo, mi escote. Este día
no luces tan mal como otras veces, me dijiste.
A la mente
le agrada probar su fuerza en malabarismos verbales. Es un inútil, pero
divertido adorno de la realidad. Una forma de extraviarse, también.
++++
Me sucede
con frecuencia que dejo de saborear lo que estoy comiendo y mastico
automáticamente, viendo a lo lejos. Cuando vuelvo a ser consciente, ya he
terminado la comida.
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Yo estaba
sentada en medio del escándalo. Tú pasaste cerca, y saludaste con una inclinación de cabeza. Sostuviste mi
mirada intensa, pero brevemente. Querías bailar conmigo, sentirte junto a mí en
el fluir de la música. Pero no me lo pediste, ni yo a ti. La timidez. Otra
forma de arruinarlo todo. Una máscara creada por la mente para ahogar los
verdaderos deseos.
Y te vi
bailar con otras. Me viste bailar con otros. Nuestras miradas se cruzaron, pero
solo reflejaron un burlón desdén, como si sólo representáramos, el uno para el
otro, una mala broma.
Cuando me
miré al espejo, al ir al baño, me encontré insípida y fea. Pero supe mucho
después que aquella noche te parecí
hermosa. La mente condiciona la mirada. La mirada crea y recrea la
realidad.
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Estabas
sentado junto a mí, en la oscuridad del cine. Podía sentir tu hombro cerca del mío,
cálido, duro. Tu rodilla rozaba mi rodilla ocasionalmente. Me comentabas cosas
al oído, provocándome intencionalmente con tu cercanía. Te atreviste a ser
dulce. Dejaste que recargara la cabeza en ti y así pasamos todo el rato.
Pero cuando más
tarde quise hablar de eso, te negaste a escuchar. Alzaste la voz, bromeaste,
huiste. Y yo no insistí. Negarse a mirar. No querer posar los ojos sobre el
paisaje hace que los árboles comiencen a morir.
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Tocaste la
puerta de mi casa y al abrir, te vi radiante, feliz de estar ahí. Tus dientes
blancos eran un bálsamo, tu presencia,
un manto. Te mostraste encantador, brillante, envolvente. Me diste un regalo,
pero no me dejaste que te agradeciera. No seas tonta, me dijiste. Concluí que
yo no te importaba. Que te divertías únicamente.
Es la mente
la que inventa el lenguaje. Y el lenguaje puesto sobre las cosas las
revoluciona, casi siempre equivocadamente.
++++
Más también
es cierto lo contrario: la mente puede ser un bisturí que descoyunte las
apariencias y penetre en la esencia de las cosas. Me ha pasado el sentirme
inundada de belleza ante la visión de una pared descascarada sobre la que pega
el sol del mediodía.
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En la
oscuridad del auto me miraste. Brillaban nuestros ojos. La soledad y la noche
permitieron quitarnos los velos. Nos sonreímos auténticamente por primera vez.
Tendí mi mano hacia la tuya y acaricié tus dedos, el dorso de tu mano. Mi mente
empezó a interponerse, evaluando, analizando, pero hice que la materialidad de
tu presencia venciera al pensamiento.
Me obligué a
aspirar tu aroma, a aprenderme el camino de tus cejas, el tacto de tu pelo, los tendones de tu cuello, tus lunares. Detuve
el pensamiento para que las manos tocaran y los ojos vieran... de verdad. Y te vi. Siempre estuviste ahí, tras la
frágil máscara.
Lo que es en realidad. Casi siempre escapa a la astucia de la mente,
usualmente ocupada en labores banales
que anulan el disfrute.
++++
Me abrazabas
por la espalda. Amanecía. Tu boca estaba en mi mejilla. Te besé. Tu mirada era
ancha, profunda. Te acercaste aún más a mí. Te quiero, te dije. Me miraste, tus labios entreabiertos. A mí no me gusta
querer a nadie, respondiste.
Las murallas
que pone la mente. Una forma de evitar que la realidad inunde los sentidos. La
manera de salvarse, de no desaparecer bajo un alud incontenible.
Volví a
escrutar tus ojos. Su suavidad te desmentía. Me reí.
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Así, el
placer consiste en abrir el cuerpo a lo que el mundo nos regala. En hacer de la
mente un eficaz arpón que se clave en el
corazón de las cosas y los seres. En tomar sólo lo propicio.
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