En
su extensa obra de ciencia ficción—que no sólo es física-ficción, ni
robótica-ficción, sino incluso, sociología-ficción—el inmortal Isaac Asimov
ensaya frecuentemente modelos alternos de sociedad situados en un lejano futuro
y muchas veces, en distantes planetas. Asimov, presenta en muchas de sus
novelas, situaciones en las que un modelo social es reflejo de los complejos y
fobias dominantes en un colectivo.
Bóvedas de Acero,
magistral novela protagonizada por el robot Daneel Oliwaw (personaje de otras
monumentales narraciones) desarrolla una historia policíaca y de robots a
partir de un planteamiento social y urbano muy interesante: la ciudad como ente
protector y nutricio, a la vez que mutilador de la audacia humana. Un útero
perenne que casi nadie quiere abandonar.
En
una era futura, cincuenta planetas han sido colonizados por seres humanos
provenientes de la Tierra. Cada uno de esos cincuenta mundos se ha independizado
de su planeta originario y ha desarrollado una cultura propia, mientras que la
Tierra se ha estancado, desarrollando una agorafobia colectiva y
transgeneracional.
Los
mundos exteriores tienen un mejor nivel de vida y tecnología mucho más avanzada
que el planeta madre y se relacionan con la Tierra desde una posición de
superioridad. Las resentidas masas que se aglomeran en las ciudades de la
Tierra (que crecen hacia el subsuelo), odian a los nativos de esos mundos y
algunos propugnan por su expulsión de la Tierra, junto con sus detestables
robots, que han provocado un alto desempleo.
Las
autoridades buscan resolver los problemas con un estricto sistema de
“clasificación social”, es decir, un sistema de castas, con privilegios y obligaciones
bien compartimentados y una educación de
obediencia ciega a la autoridad.
A
lo largo de la trama policíaca, (que no detallaremos, pero que es estupenda),
Asimov desarrolla una tesis que es recurrente en sus obras: la expansión hacia
otros mundos como el destino inevitable de la humanidad. Establece Asimov que cuando
esta expansión se ve coartada por la razón que sea, las sociedades desarrollan
patologías y decadencia. Este tema resulta ser un eje importante en casi todas
las sociedades ficticias creadas por él en sus novelas.
La
evolución sociológica imaginada por Asimov consta de varios hitos: dominio de
la energía atómica, invención de la tecnología para el viaje interestelar,
desarrollo de una economía robotizada, colonización de otros planetas y,
finalmente, el surgimiento de una gran Federación Galáctica cuya autoridad
central se ejerce desde la Tierra. (Leer el Ciclo de las Fundaciones).
En
Bóvedas de Acero, tenemos una sociedad
organizada en opresivas y precariamente equilibradas ciudades-estado que no
desean abandonar su zona de confort. Miles de años de vivir bajo las bóvedas de
acero han producido una humanidad miedosa de los espacios abiertos. Pocos son
capaces de siquiera acercarse a la superficie. Mucho menos podrán arriesgarse
al viaje espacial.
Por
su parte, los mundos exteriores también se han estancado, ya que han logrado un
nivel de vida perfecto. Algunos audaces “espacianos” que desean impulsar la
evolución humana, viajan a la Tierra con un plan sociológico: desequilibrar las
ciudades terrestres a tal grado, que se conforme un grupo numeroso de rebeldes
marginados y descontentos con el que formar un núcleo que colonice otros
planetas.
Pero
no es la única corriente que se mueve dentro de las ciudades. También están
activos los llamados medievalistas, un grupo de inconformes que buscan volver a
las tradiciones. Quieren una economía desrobotizada,
recuperar la agricultura tradicional y, por supuesto, vivir sin la tecnología
que le roba su esencia a la humanidad. Los medievalistas también son un lastre
que frena el viaje espacial y la colonización de otros mundos.
Naturalmente,
la historia tiene un final feliz, el cual consiste en la adecuada resolución
del enigma policiaco y en el inicio de lo que, en posteriores entregas de la
saga, será la recuperación del impulso colonizador terrícola.
El
robot Oliwaw y su pareja policiaca, el detective Elijah Baley logran que las
máximas autoridades de la ciudad de Nueva York (¿qué otra?), consideren un
proyecto llamado “escuela de emigrantes”, que forme a los jóvenes para aceptar
la idea del espacio abierto, primero y del espacio interestelar, después.
El
detective Baley sabe que él no vivirá para ver cómo de la Tierra salen hornadas
de audaces espacio-colonizadores, pero confía en que su hijo lo hará. Y que las
generaciones que vendrán ya no estarán confinadas en el asfixiante útero-ciudad
y podrán al fin, simbólicamente, nacer.
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