miércoles, 20 de abril de 2016

Una crónica muy íntima

Desde la normalidad, el sopor se acerca pausado. Me resisto a dejarle pasar, me molesta, no me agrada, no le doy la bienvenida.

Cierro los ojos al sentir cierto cansancio y los abro de nuevo. Continúo. Debo trabajar. Leer, escribir. Pero entiendo poco. Al escribir, confundo las letras, o pongo punto donde debería ir un espacio. La luz de la pantalla me cansa la vista y el ruido del ambiente se vuelve cada vez más insoportable.

Me resisto. Siempre pienso que la voluntad tendrá algún efecto y lo tiene, pero no para bien. Sólo logra que retrase el momento del descanso.

Pero llega mi derrota. La conozco bien. Mi barbilla cae sobre mi pecho y mis manos quedan lacias. No puedo moverme, abrir los ojos o hablar, pero sigo consciente de mi entorno. Todo tiene que ver con las zonas del cerebro que en este instante se encuentran alteradas, intercambiando señales eléctricas de manera desordenada. Nunca pierdo la conciencia. Eso ha sorprendido a algunos médicos y me ha puesto en situación vulnerable en algunas ocasiones.


En momentos así, mi esposo o mi hijo, suelen acudir y quitar de mi alrededor cualquier objeto susceptible de romperse. Si pueden, me trasladan a donde pueda descansar. En esta ocasión, la crisis me sorprendió en la cama, trabajando en mi computadora, así que mi esposo la cierra, la pone en un sillón al lado de la cama (entiendo todo esto por los sonidos que hace) y me coloca almohadones para que esté más cómoda.
Cuando acomoda mi cabeza, el cabello queda atrapado con la almohada y me duele, pero no le puedo decir nada. Sé que en algún momento, cuando alguna cima de las ondas cerebrales ceda, podré moverme un poco y me pondré más confortable. Mi capacidad de habla por ahora está cancelada. El corazón empieza a latir más fuerte y veloz: taquicardia. En pocos segundos se hace presente la angustia.

El muslo izquierdo me punza ligeramente y brinca en una zona muy localizada: justo a medio camino entre la rodilla y la ingle. Es un dolor suave. Pongo atención a todas mis sensaciones, pues por primera vez, pienso que tengo que escribir sobre esto. ¿Por qué? Porque es mío, porque es lo que mejor conozco y al mismo tiempo, sobre lo que menos he indagado.  Y sé, como sé que el sol sale cada día, que no faltarán quienes piensen que busco “dar lástima”, pero no me importa. Hace mucho que  eso dejó de importarme.

Me han dicho de todo. Que lo invento, que finjo. Que busco sabotearme y uso la enfermedad como muleta. Qué saben. No pueden saberlo. Y qué bueno, señal de que son sanos. 

Sopor, aturdimiento. Es curioso que cuando me encuentro al borde, luchando por no caer, lo que me dicen o lo que leo me es difícilmente comprensible. Pero ya dentro, en plena tormenta, cuando todos ven mi cuerpo desmayado, mis procesos mentales son rápidos y agudos, aunque distorsionados.

Pienso rápido, tengo muchas ideas, pero la realidad que capto es como las imágenes que vemos dentro de una casa de espejos. Dentro de “la crisis” no hay amor, no hay un mundo bueno. Mi mente todo lo traduce en los peores términos, siento que quienes me rodean me ven como nada, me siento un estorbo, me siento… basura.

Aún así, por esta vez, trato de tomar distancia y observarme. Esto que me sucede le está pasando a mi cuerpo, no a mi alma. Yo no soy esta. Es tan sólo mi cuerpo.

Corre un hormigueo por la piel. Se me duermen las mejillas, claro indicador de que estoy alcanzando una cúspide. Y llega. Mis ojos se llenan de lágrimas y empiezo a llorar, silenciosamente, sin sollozar, sólo derramándose, alcanzando algún alivio.

Puedo moverme un poco, para liberar el cabello atrapado tras la almohada, eso me ayuda. Respiro. Trato de abrir los ojos y no puedo. Aún falta. Desgraciadamente, las sensaciones que tengo me indican que será una crisis de las fuertes. Me tomará al menos una hora salir de la crisis y varias horas de sueño para quedar bien. Es status epiléptico, el cual es una crisis de más de media hora.

Hace mucho que dejé de enojarme por tener esta enfermedad. Pero no deja de pesarme el tiempo que me quita. Soy una persona que quiere ser productiva a toda costa y sacar el máximo de cada día. Por culpa o por gracia de la epilepsia, quién sabe, soy una persona que vive sin planes fijos, que abre los ojos y con la mente, a manera de tentáculos, explora más o menos que le está permitido para las siguientes horas. Ni modo. Muy zen, pero a fuerzas.

Viene otra oleada. El muslo vuelve a punzar. La cara ya no está dormida, pero la mano izquierda se levanta sola. Justo entonces mi hija entra a mi recámara y me pide dinero para ir a la papelería. Sin abrir los ojos, porque aún no puedo, intento hablar y ya puedo. “Monedero”, le digo, roncamente, articulando mal. Ella ya no se sorprende. Ha vivido toda su vida viéndome así.

Busca mi monedero, saca lo que necesita y se va. Me viene un nuevo acceso de lágrimas que no obedece a ningún sentimiento en concreto: es un desorden neurológico. Mi único deseo es que todo ocurra lo más rápido posible. Tengo trabajo pendiente.

Poquísimas veces he convulsionado, afortunadamente. Y nunca he perdido la consciencia de lo que me rodea. Contar eso, que sigo consciente durante las crisis, ha hecho que algunos neurólogos pensaran que mis crisis eran “histéricas”. Y no saberlo hizo que un supuesto amigo, al verme aparentemente inconsciente, recargada en su hombro, aprovechara para manosearme todo lo que se atrevió, habida cuenta que estábamos en un parque y la gente nos veía.

Hoy, me observo. Trato de no sufrir el fenómeno. Pienso en las diferentes zonas cerebrales en que mi epilepsia se manifiesta: me afecta el habla, el movimiento, la vista, los sentimientos, pero no convulsiono o casi nunca, si acaso me ha pasado tres veces en la vida, y nunca de forma espectacular. 
No pierdo la conciencia y (gracias a Dios), no me pasa nunca como a una pobre mujer que vi en la calle, que perdió control de los esfínteres.

Es un sopor, un estupor. Voy haciendo pruebas. Quiero mover la mano. No puedo. Abrir los ojos: ¡Ya, ya pude! Pero de todos modos estoy muy cansada y los vuelvo a cerrar. Respirar hondo, ya puedo. Lo hago y voy distendiendo el tórax, tenso hasta ese momento. Mi esposo me pregunta cómo voy y con la mirada le doy a entender que algo mejor. Me ofrece algo de beber y cómo ve que no levanto la mano para tomar la taza, entiende que aún no recupero movilidad.

Intenta acomodarme la cabeza en la almohada y le indico que no, que así estoy bien. Me pregunta si me echa otra cobija y accedo. Hasta ahora, han pasado unos 40 minutos. Vuelvo a cerrar los ojos. Pienso en que ¡ya!, ya quiero que termine, me tenso y eso me hace mal.

Vuelvo a sentir la angustia. Me pregunto las razones de esta crisis. Cada crisis tiene su motivo. Cansancio, estrés, falta de sueño, exceso de trabajo, tensión emocional o altibajos hormonales. En este caso, el periodo menstrual tiene la culpa. Epilepsia catamenial.

Bah. Qué más da. Qué más da por ahora, la casa sin barrer, la ropa sin lavar y el trabajo pendiente. Por hoy, por este rato. Debo aceptar mi absoluta imposibilidad de moverme. “No puedo moverme, no puedo”, pienso. Y lloro de nuevo, ahora lágrimas de verdad.

Hacia la hora y diez minutos, recupero la movilidad del cuerpo, pero con un enorme agotamiento. Me acomodo a mi gusto en la cama. Exploro mi mente para saber si tengo con qué reasumir mi día. Y encuentro que no. Es un día derrotado. Ya qué. Me quedo dormida, pesadamente, muchas horas. Despierto a media tarde, y comienzo el trabajo de ser yo nuevamente.



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